Martita cayó al hospital con una enfermedad contagiosa. Tuvo que se aislada que significó que ni aún su propia madre pudiera acercarse. Tiene una lección que conviene que todos aprendamos.
“Nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros,… testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo.” Hechos 20:20-21

Años atrás una señorita llamada Martita se había amanecido enferma. Su mamá llevó al hospital. “Tiene que dejarla aquí, señora,” le dijo el médico. “Es difteria, pero no se aflija, luego le tendremos sintiéndose mejor.” Martita fue llevada a una sala y una cariñosa y competente enfermera empezó a atenderla. De la cama Martita podía mirar hasta el pasillo y entretenerse viendo pasar a las enfermeras, a los doctores, y a veces a algún enfermo en camilla. Pronto llegó el día domingo cuando las visitas tenían permiso para entrar, y Martita esperaba ansiosamente la llegada de su mamá.

De repente la figura amada de su mamita apareció en la puerta con una sonrisa alegre. Empezó a entrar cuando una enfermera con mascarilla se adelantó para impedirla. “No, señora, usted no puede entrar. Esta sala es de aislamiento,” le explicó. “Pero, señorita, esa es mi hijita,” imploraba la mamá, “yo no tengo miedo a la enfermedad. Por favor, déjeme pasar un momento no más.” Con firmeza la enfermera respondió, “No, señora, hasta aquí no más. ¿No ha leído el aviso?” Al lado de la puerta estaba un letrero que decía: “SE PROHIBE ENTRAR. Enfermedades Contagiosas.” “Mamá, mamá”, gritó Martita, viendo que su mamá no se acercaba, y empezó a llorar. Extendió los brazos implorándole que se acercara. La señora con lágrimas en sus ojos se quedó en la puerta, sin poder pasar más adelante para abrazar a su hija. Lo que impedía que la madre no pudiera acercarse a su hija era una enfermedad contagiosa. La condición de la niña no permitía que ella estuviera en contacto con alguien sano.

El reglamento del hospital nos hace pensar en el pecado pues es una condición que impide que el ser humano se acerque a Dios a fin de estar en su santa presencia en el cielo. El pecado es tan asqueroso que si no es tratado durante nuestra estadía en el mundo, ello conduce a la muerte y separa al pecador de la presencia de Dios para siempre. La madre de Martita le amaba mucho pero tuvo que marcharse ese día y esperar hasta que su hijita estuviese mejor, en una condición sana. ¡Qué feliz el día cuando la mamá pudo abrazarla, besarla, y ya fuera del hospital, estar con ella! La condición de Marta tuvo que ser cambiada para poder estar cerca de su madre. Igualmente, la condición del pecador tiene que ser cambiada para que pueda estar en la presencia de Dios para siempre. El remedio para el pecador que desea estar en la presencia Dios es “el arrepentimiento y la fe en Cristo Jesús”. El “remedio” fue provisto por el Señor Jesús cuando Él sufrió por nosotros en la cruz y luego de morir, resucitó. El arrepentimiento significa reconocer la gravedad del pecado cometido y luego aceptar como Único Salvador, al Señor Jesús. La Biblia dice: “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”, 1 Juan 1.7. –Palabras de Amor No.001/daj

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